15/8/12

La Conquista del Oeste


How the West was won, Henry Hathaway, John Ford, George Marshall, 1962, EEUU, James Stewart, George Peppard, Debbie Reynolds.

La industria del cine a lo largo de su historia ha recurrido a las innovaciones tecnológicas en aras de aumentar la espectacularidad de sus propuestas y, ello, con el fin de atraer el mayor número de espectadores a las salas de exhibición. Considerar estas adaptaciones de la tecnología al medio cinematográfico como imposiciones de esa industria hacia el público (por ejemplo, la irrupción del sonoro adviene con los cines abarrotados, circunstancia que parece negar la necesidad del sonido) se puede contraponer a la concepción del cine como vehículo no ya sólo escapista, si no también como medio de comunicación mediante el que se pretende mover a emoción o dar cuenta de una realidad (sea con un tono naturalista o desde el más puro simbolismo) que debe aprovechar las posibilidades a su alcance. También es cierto que, aunque películas como las que nos ocupa tienen su razón de ser en la comercialidad, los artilugios desplegados en ellas pueden ser utilizados en producciones de otro cariz bien distinto para enfatizar aspectos dramáticos bien diferentes al aparato fastuoso de las mismas. Sin embargo, los costes de este tipo de invenciones suelen ser elevados y son las grandes compañías las que se deciden a invertir en ellos, claro está, desde un punto de vista de maximización de beneficios, es decir, exclusivamente empresarial. Si procedemos a un análisis somero del contexto de realización de La Conquista del Oeste, constatamos que las tirantes relaciones entre la televisión y el cine se habían normalizado ( Hollywood vendía a las cadenas de TV muchos lotes de sus películas, la pequeña pantalla nutrió a la grande de realizadores más o menos relevantes como Lumet o Frankenheimer), el sistema de estudios exhalaba sus estertores y la -relativa- reciente reforma del Código Hays junto con el tratamiento dado por la televisión a ciertos asuntos sociales y sexuales, permitía en el cine y sus géneros un nuevo enfoque sobre los mismos. Precisamente, el Western es uno de los géneros en los que mejor se puede confirmar la regeneración de sus postulados temáticos si observamos las películas que podemos encuadrar dentro de su marco estilístico rodadas en la década de los cincuenta. Es decir, el impacto de la televisión sobre el cine es palmario desde una situación inicial de enfrentamiento, originada por la eclosión de la pequeña pantalla como feroz competidora de la de plata, hasta una en la que se guarda cierto equilibrio simbiótico entre ambas industrias. Respecto a la producción que nos ocupa, nos interesa esa primera posición de pugna entre ambos medios, televisión y cine, puesto que significa que Hollywood se afane con ímpetu en la búsqueda de novedosas herramientas para mantener su audiencia, en este sentido, frente a la pequeña caja en blanco y negro, el cine apuesta por la espectacularidad a través de nuevas técnicas de filmación y exhibición: a todo color, mejor sonido, historias epopeyas con multitud de extras, son las características de las producciones con las que la industria cinematográfica norteamericana responde a su pequeño gran rival. Llegan (o se desarrollan) el Cinemascope, las 3D y el Cinerama.

Es con este último procedimiento con el que decide la MGM acometer La Conquista del Oeste, eso sí, una década más tarde del estreno comercial del invento, el cual hunde sus raíces en pioneros visionarios como Gance y su Polyvision, por el que se consigue ofrecer una visión panorámica al espectador mediante el uso de tres cámaras en la filmación y tres proyectores sincronizados sobre tres paneles durante la proyección que conseguían triplicar en un formato rectangular la anchura del normal al yuxtaponerse las imágenes en una pantalla curva, todo ello acompañado de sonido estéreo de varias pistas. En la edición Blu- Ray se añade una versión en la que las dos franjas clásicas negras del formato panorámico "televisivo" se arquean (técnica denominada Smilebox, que se puede observar en las fotografías escogidas para ilustrar esta reseña), resultando algo que se acerca al efecto que la exhibición de esta película en una sala adecuada a sus características técnicas pudiera causar en la audiencia. Además, cabe decir, que la nueva edición elimina las molestas líneas en el punto de unión de los paneles que hasta ahora se observaban en el visionado del film por televisión. La Metro, deseosa de continuar con el tremendo éxito cosechado con Ben-Hur, filmada con una película de 65 mm pocos años antes, se decidió a experimentar con formatos más grandes (la nueva versión de Rebelión a Bordo, por ejemplo) o con técnicas como el Cinerama que, respecto a su vertiente dramática, aún no había desarrollado toda su amplitud pues tan sólo se contaban documentales rodados con este procedimiento; siendo La Conquista del Oeste y El Maravilloso Mundo de los Hermanos Grimm, las primeras -y únicas- películas con estructura narrativa filmadas con este medio de pantallas múltiples. El astronómico coste de este sistema y su consiguiente dificultad de recuperación, terminaron por desecharlo aunque se siguieran exhibiendo posteriores producciones con su etiqueta. Aún así, La Conquista del Oeste, sí recuperó la inversión y reportó al estudio beneficios económicos con su notable éxito, refrendado en la ceremonia de los Oscar: cinco nominaciones (entre ellas, a Mejor Película) y tres galardones (Guión Original, Montaje y Sonido).



Es en la búsqueda de la consecución de lo espectacular donde radica el tuétano de esta propuesta, todos los elementos median hacia el fin y confluyen hacia él, comenzando por el aspecto técnico comentado hasta aquí (la elección del Cinerama), prosiguiendo por la pléyade de estrellas de la "vieja guardia" que desfilan por la pantalla conformando un elenco digno de un All Star de la NBA y finalizando por el tono épico que domina la mayor parte de la narración, aunque podamos exceptuar el segmento de viso más intimista rodado por Ford. Hacia esa grandiosidad se encaminan los esfuerzos de un guión que presenta situaciones abocetadas, protagonizadas por personajes estereotipados, en las que se introducen escenas de acción que representan un claro esfuerzo de exploración de las posibilidades del Cinerama y la vertiente del espectáculo. Los diferentes episodios arrojan un interés desigual y vienen firmados por tres directores de (mayor o menor) prestigio (Hathaway, Ford y Marshall) para los que enfrentarse con el invento supuso un desafío por las características técnicas que presenta, las cuales afectan a la misma composición y encuadre (notese la ubicación en el centro de la pantalla de muchos personajes en lo que deviene una especie de punto de fuga sobre los mismos o escenas en las que los protagónicos parecen no interaccionar aún estando presentes en el mismo plano, como la que confronta a Widmark y Peppard tras el ataque de los indios). No obstante, la empresa sale bien librada por las enormes potencialidades del artilugio en cuestión (la profundidad de campo conseguida es asombrosa) derivando el producto final en entretenido, sin más. Y ello pese a sentirse el envejecimiento en algunos momentos (la bajada por los rápidos), apreciarse algunos trucos en otros (la conclusiva escena del ferrocarril) o, simplemente, dejar que desear unos terceros (la pelea con los piratas de río, fallos de continuidad alarmantes los cuales no impidieron la obtención del premio de la Academia por la edición, librado por la complejidad  en llevar a cabo el proceso de montaje, sin duda). Las escenas más espectaculares llegan a su cénit con la estampida de los búfalos en la parte del film dirigida por George Marshall en la que, asimismo, se ofrece una visión sobre el problema indio algo más en consonancia con los nuevos tiempos y se presenta, si bien de manera esquemática, la confrontación clásica entre el progreso y el entorno natural; no hay que olvidar que este director ya había demostrado su capacidad para subvertir los parámetros del género en  productos como Arizona (1939).



En definitiva, el espectador que se acerque a este opulento Western en el que participaron tantos nombres conocidos delante y, también detrás de la cámara, además de un buen número de extras y técnicos y cuatro reputados directores de fotografía, podrá disfrutar de uno de los utensilios que el cine intentó explotar para magnificar su sentido del espectáculo y, asimismo, constatará que no era tan diferente el propósito al de  estos tiempos actuales en los que la multinacional industria "hollywoodense" se empeña en seguir  la misma dinámica con el objetivo de mantener su cuota de mercado. Por último, destacar la excelente partitura del  prolífico Alfred Newman, que captura toda la esencia épica de esta idealización de la historia de los EEUU. La concurrencia, caso de no resultarle muy opíparo el menú, siempre podrá ir reconociendo a la estrella que asoma por la pantalla a lo largo del extenso metraje, en la práctica de un divertido juego cinéfilo al que se presta esta producción.

Smilebox
Letterbox

Las imágenes se han encontrado en la Red tras búsqueda con Google y se utilizan, exclusivamente, con fines de ilustración, valgan como ejemplo las dos de arriba en  las que se puede comprobar el efecto Smilebox   respecto al estándar panorámico habitual (Letterbox). Los derechos están reservados por sus creadores.

8/8/12

Enrique V


Henry V, Laurence Olivier, GB, 1944, Laurence Olivier, Renée Asherson, Robert Newton.

La obra del dramaturgo, poeta y actor inglés de la época isabelina William Shakespeare ha sido el origen de un sin fin de películas, más o menos fieles a sus textos, a lo largo de la historia de la cinematografía mundial. Sin embargo,  no es hasta esta adaptación de germen, curiosamente, televisivo y con fines propagandísticos (estamos en la II Guerra Mundial) cuando se considera que el estado de la cuestión alcanza relevancia artística. Los esfuerzos pretéritos en los que intervinieron estrellas como Mary Pickford y Douglas Fairbanks (La Fierecilla Domada, 1929) o James Cagney y Olivia de Havilland (El Sueño de una Noche de Verano, 1935) y que dirigieron realizadores tan prestigiosos como George Cukor (Romeo y Julieta, 1936) por no hablar de la etapa muda en la que, entre las innumerables aproximaciones al autor teatral, destacan dos mediometrajes de Lubitsch y un corto de Griffith, quedan superados por esta primera versión en color de una obra de Shakespeare firmada por Laurence Olivier, nombre que se asocia al de su famoso compatriota. Para la ocasión, Olivier escoge el texto homónimo de elevado cariz patriótico, en sintonía con los aires del enfrentamiento militar que se libraba por las fechas de realización del filme, del célebre autor y lo abrevia convenientemente por motivos políticos (la figura principal queda definida con un perfil menos ambiguo, por ejemplo) además de por los evidentes de condensación, los inherentes que toda obra conlleva cuando se acomete su traslación del proscenio a la gran pantalla. Aunque la película presente estos retoques textuales podemos considerarla como una adaptación fiel al original y al espíritu del teatro de Shakespeare, recreando, en su principio, de manera fidedigna la época en la que se presentó la obra original, entre 1599 y 1600, en un alarde que se desenvuelve como si de un documental se tratara. Posiblemente, nunca el teatro se ha sintetizado en el cine o el cine ha compendiado los aromas del teatro como en esta estilizada película. Desde luego, toda la afectación y el artificio de las representaciones teatrales se conservan y están presentes en la primera mitad y en el epílogo de la narración. Entre medias, la celebrada escena de la crucial, en el devenir de la Guerra de Los Cien Años, Batalla de Agincourt librada en 1514 entre las tropas del monarca británico que da nombre al film y el ejército francés. Un prodigio de construcción fílmica que deja sin palabras al aficionado al Cine.



Laurence Olivier en su debut tras la cámara parece moverse en su hábitat natural y consigue una monumental película de enorme fuerza expresiva que ya comienza de manera asombrosa con una reproducción en miniatura del Londres isabelino. Si bien es cierto que el relato puede llegar a ser relativamente arduo o ciertos aspectos, quizá, envejecidos para algunos espectadores, la vertiente visual del filme es admirable; tan solo hay que volver a referir el combate de Agincourt con la celeridad y la urgencia de la lucha transmitidas con enorme maestría o recordar la reproducción de la perspectiva medieval (basada en el tamaño) que pone en práctica en algunas escenas como la del asedio a Harfleur, sin mencionar el reconocido uso del color. Sin embargo, si por algo descolla este filme es por el tratamiento que se da al espacio. El paso de un espacio cerrado (teatral) a uno abierto (cinematográfico), es decir, la expansión del espacio fílmico que nos permite llevar a término la transición entre la fidelidad al artificio del teatro presente en la primera parte de la narración y el (híper) realismo que domina la segunda (aunque los fondos pintados nunca nos hacen olvidar las tablas, salvo en la mencionada escena de la contienda), se conforma como el elemento angular de la propuesta. A través de esta transformación, la película consigue aunar las dos Artes, cine y teatro. El personaje del Coro sirve de caja de resonancia a esta metamorfosis del entorno para ahondar en la esencia teatral que baña el desarrollo de la obra. El tránsito que se propone, desde un comienzo en el que el espectador asiste a una representación fiel en el célebre Globe londinense hasta la desembocadura de ésta en la cinematográfica lucha y su antesala nocturna, se ejecuta de manera formidable. Presenciamos algo semejante a lo que sería una función en los tiempos de Shakespeare, que deja paso a unos momentos de puro cine que se cierran, a su vez,  con un retorno al espacio del tablado para finalizar la narración.



El exquisito diseño de producción y los esfuerzos tanto en la concepción del filme como en su plasmación fueron recompensados por el público y la crítica, llegando a conseguir un Oscar honorífico además de cuatro nominaciones: Película, Actor (el mismo Olivier), la sublime Dirección Artística (Paul Sheriff ayudado por Carmen Dillon, mención aparte merece el vestuario de Roger Furse) y la reconocida y notable partitura de William Walton. Sin ningún género de duda, esta adaptación de Shakespeare marca el estándar de todas las demás, incluida la propia trilogía de Olivier que completan Hamlet y Ricardo III.



Puede que este film sea producto de su contexto histórico, por el interés propagandístico con el que se utilizó, pero ha traspasado su primigenia gestación política para consolidarse como ejemplo de logro de altos valores artísticos en una producción cinematográfica. La versión que de Enrique V realizara Laurence Olivier explica los motivos por los que este actor y director está vinculado para la mayoría de espectadores al dramaturgo inglés y, asimismo, justifica el reconocimiento, entre el gran público, de sus adaptaciones "shakespirianas" como las de mayor valor que se han llevado a cabo a lo largo de la historia del cine junto con las de Welles y, más recientemente, Brannagh.

Las imágenes se han encontrado en la Red tras búsqueda con Google y se utilizan exclusivamente con fines de ilustración. los derechos están reservados por sus creadores.